Pincha y entra. ¡Hay que frenarlo!

jueves, 7 de junio de 2012

Miedo.

Estoy convencido de que nadie puede hacerme verdaderamente daño. Porque cuando alguien quiera dañarme, no podrá hacerme ningún daño que no me haya hecho ya yo mismo. Algo bueno tenía que tener el auto-odio organizado. Nadie me va a poder odiar más de lo que yo mismo me odié. Nadie me va a poder humillar más de lo que yo mismo me humillé. Nadie me va a poder destruir más de lo que me destruí yo mismo. Nadie me va a despreciar más de lo que yo mismo fui capaz de despreciarme. Y sobre todo, nadie va a poder hacerlo desde dentro (a no ser que me aliene una secta, posibilidad que no descarto).

Y estoy convencido de que nadie me puede asustar más que yo mismo, porque, entre otras cosas, guau-guau es el único capaz de hacer que guau-guau (y el pequeño vainilla que se esconde detrás de ese nick) se convierta en un miserable. Y convertirte en un miserable es lo peor que podría pasarte (no, la muerte no es lo peor que te puede pasar, todos nos vamos a morir, por lo menos hacerlo sin habernos convertido en seres despreciables) ¿Qué más podría hacerme cualquier otra persona?


Ninguna persona te va a poder agredir de una forma más cruel que tú mismo. Pero con todo, la peor agresión contra ti mismo no es la que cometes contra ti mismo, sino la que cometes contra otro. Es ahí donde caes en la cuenta de que no eres la víctima (todos queremos a las víctimas, aunque sean gilipollas), sino el verdugo. Y saberte verdugo es saberte miserable. Y saberte miserable es sentirte miserable. Y sentirte miserable no mola. Y las buenas o malas intenciones no importan («de intenciones vive el tonto de los cojones»), porque el hecho de que tus intenciones fuesen buenas y que no quisieses joder a nadie, no le soluciona nada a la persona a la que jodiste.

Y traigo esto a colación porque el auto-odio organizado hace que de vez en cuando, cuando cae la noche y me quedo a solas con el íntimo enemigo en el que me convierto si como después de las doce, sienta miedo de mí mismo. Y es que de un tiempo para esta parte me estoy haciendo terriblemente impaciente. E intento no manifestar la impaciencia, hago tremendos esfuerzos para no manifestarla y no incomodar así a nadie. Pero no siempre lo consigo. Y ser impaciente no es un gran defecto, pero ser egoísta sí. Y es un gran defecto pretender que tus necesidades se prioricen por encima de las necesidades de los demás (pero no ya porque uno sea sumiso, que también, sino porque uno es persona y debiera ser caballero, paisano, que se dice en mi tierra para referirse a la gente que es como tiene que ser). Y no, no estoy siendo paisano. Y eso me duele y me asusta. 

Decía que nadie puede asustarme, porque todos los días me enfrento a mi mayor miedo. Mi mayor miedo (esto sí que es un alarde de exhibicionismo emocional) es no estar a la altura. Una persona a la que respeto profundamente, me dice que no hay alturas más que las que uno mismo se pone, y que nadie nos está midiendo, que esto no es una competición. Es verdad que esto no es una competición, y que no hay más altura que la que yo me ponga... Pero es que yo no puedo evitar ponerme una altura, y no puedo evitar, no ya generar una expectativa, sino poner una línea. Habrá quien pregunte que por qué. No hay un porqué. Es así y punto. Todo es discutible, todo se puede razonar, pero a veces es preferible aceptar determinadas realidades como dogmas de fe, porque, si no, nos pasaríamos la vida teorizando sobre el sexo de los ángeles. Hay una línea porque sí. Hay una altura que cumplir porque sí. No puedo explicarlo. Y sinceramente no tengo mayor interés en hacerlo.

Como decía, temo no estar a la altura. Y cuando uno prima sus propios deseos y sus propias pulsiones, cuando uno prima lo que le pica entre las piernas o, incluso, lo que le golpea el pecho, por encima de cualquier otra consideración, está pecando de impaciencia egoísta. Y eso no está bien. Y eso hace que uno se sienta un poco más miserable. Y uno es hombre de pocas aspiraciones. Y uno llega un momento que a lo único que aspira es a no ser miserable. Y si uno no puede cumplir ni con esa aspiración, ¿qué le queda? 


Recientemente leí un post sobre el egoísmo de algunos sumisos, que primaban sus pulsiones por encima de cualquier otra cosa. Y de alguna forma me sentí reflejado. Y no me gustó lo que vi. Y la noche se hizo un poco más oscura para mí. Y me encontré sentado frente a frente con ese enemigo íntimo, que, definitivamente, viene a por mí.